Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Cada año un nuevo hijo y siem¬pre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo. Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Media hora después, los del hato me vieron pasar. Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años. La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. El año de 1788 será siempre memorable en los fastos de la regeneración política de Venezuela, y su memoria permanecerá inseparable de la del monarca y el ministro que rompieron con una augusta munificencia las barreras que se oponían a sus adelantamientos.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Todos le dirán lo mismo: «Desde que yo era un purrete, me metieron al yu¬go». Era el coche del Gobierno. Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente. La casa, pajiza y a medio construir, desaseada como ninguna, apenas tenía habitable el tramo que ocupaba yo. Cruzan por la vida como entes mon¬jiles, misteriosos, cautos, llenos de un silencio de oro. Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina.
Respecto a Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado, vivo como si estuviera supliendo mi hidalguía lo que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio, por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco. Así hasta los catorce años. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de. En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres? Otros diez minutos de silencio. Seguía el silencio en mi corazón. Por si me dejare desamparáa, le di en el café el corazón de un pajarito llamao «piapoco». Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de «entrada para empleados» de los depósitos de dinero. Preguntó Carlos; que preocupado con sus pensamientos, no habia oido mas que las últimas palabras de su amigo. Las ferreterías a pintura. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.
Unos zapatitos para los días de fiesta. Han venido días tibios. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que «pasarlo a la máquina». Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Se experimenta el desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha escrito una carta, y sabe que debe haber llegado, piensa lo siguiente: «¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?» Efectivamente, uno no sabe qué decir. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que ce pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.
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