El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo -que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía- sino que ade¬más, como era el personaje más respetable del barrio, «el más sabio», era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despa¬chante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino «un margen del quince por ciento», es decir, quince cen¬tavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco. Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, «cuando le había tomado la mano», instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en él despacho. Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico-farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los «aires», manito «para los chicos», licor de Las Hermanas «para las señoras», vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reem¬plazó el Agua Colonia.
Tan esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas podrían tener novia en el barrio, y no la tienen; que es mucho laburo eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la lata al viejo; tan esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Como es lógico, yo nunca he pedido determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver con la policía. En cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y en el despacho de una comisaría. El far¬macéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora: -Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quie¬ro hacerle gastar. En el «antes», aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscien¬tos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.
Ejem-plo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganan¬cia, se podrían confeccionar en la farmacia. Pues bien, ese tipo, que en la lucha por la vida siempre se ha sentido for¬feit: ese tipo que ha limitado sus aspiraciones a un terreno que tenga la superficie de un pañuelo o una sábana de una plaza; ese buen señor de ojos llorosos, punta de nariz enrojecida, manos siempre húmedas de un sudor frío, encorvado a lo Rigoletto; ese señor, hoy, bruscamente, se ha enderezado, y en vez de andar merodeando por La Mosca o por Villa Sol¬dati abandona los extramuros y convierte en su radio de acción el barrio Norte o la Avenida Alvear. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos en¬fermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachue¬las, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.
Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplican¬do, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad. Aquí, donde sus mercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanare. Cuestión del medio. En Casanare así acontecía. Correa me dio su potro, y al salir desalado tras de Franco, vi que Millán, con emulador aceleramiento, tendía su caballo sobre la res; mas ésta, al inclinarse el hombre para colearla, lo enganchó con un cuerno por el oído de parte a parte, desgajólo de la montura, y llevándolo en alto como un pelele, abría con los muslos del infeliz una trocha profunda en el pajonal.
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